miércoles, 8 de diciembre de 2010

IX

Qué rápido se van los días…

Cae la tarde y las pupilas se dilatan, las siluetas se oscurecen y los niños se entran a sus casas. Cubre el atardecer con aquel manto que todo lo esconde, todo lo iguala. Son esas las horas en las que encuentro un respiro… cuando los semejantes pernoctan y mi ventana se aclara con el solitario fulgor que me aguarda, tímida, pero lealmente; quizás de las pocas lealtades que quedan. Inconsciente, pero a quién le importa; hay cosas peores faltas de humanidad allá afuera.

La noche avanza, los ladridos se hace cada vez más sonoros y aislados. El murmullo se apaga. Las ideas corren, galopan y encuentran salida, aquella que se estanca durante el día con conversaciones insípidas y personas intrascendentes; ésa que ve la luz en lo más oscuro y que atraviesa el umbral de lo real… la misma que me abstrae de tu tibia e intensa compañía y la misma que desea que todo fuera tan diferente.

De eso vivo, eso soy. La luz genera sombras desfiguradas de lo real, lo hace todo más fácil, más superfluo. Resulta mejor creer una mueca agradable que un tono suave al hablar o tembloroso por la timidez. Insulso, pero honesto. La caída del manto provee una equidad inimaginable, una herramienta insuperable y una vulnerabilidad terrible. Me creerías más si te hablo de cerca… sin mirarme y despacio al oído; usualmente te oculto mi inconformismo tras una sombra tergiversa. Poco atiendes a la esencia o al detalle traidor que pudiera delatarme. O tal vez poco he atendido yo a ese punto alevoso que denuncia tu indiferencia.

Aclara la mañana, reclamando espacio con chillones réplicas de pajarracos pequeños. Llegó la hora de tomar descanso, esta vez el galope fue potente. Antes de caer a la cama, reconsidero que debo cambiar algunos malos hábitos. El día está maravilloso. La noche estuvo tan fría...

La soledad es a veces algo productivo, pero puedo seguir falseando que me hace falta tu compañía ingrata.

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